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ENTREGA 2: Crónica COVID-19

 

Adelantos y crónicas mensuales por artistas y agentes de las artes locales.


Tú y yo quemándonos en esta cuarentena. No sé, piénsalo

 

#YoMeQuemoEnCasa

Tiene el tamaño y la forma de un carrito de mazamorra, parece un carrito de mazamorra, pero en lo que sería un caso de reinvención envidiable (incluso para Madonna, quien a lo largo de varias décadas ha sido la reina de la reinvención) resulta ser un carrito para distribuir tapabocas, guantes, alcohol y gel antibacterial. Una sonrisa tapada por tela quirúrgica se dibuja en mi boca y me dirijo al otrora carrito de la mazamorra, averiguo por los tapabocas y llevo tres, con sorpresa y contrario a lo que se esperaría la mercancía a las cuatro de la tarde está casi intacta; quien atiende es un hermano venezolano, me cuenta con angustia que el carrito es de un señor de Cúcuta que tiene varios carritos y que a fuerza de la situación había tenido que transformar la razón social de su flota mazamorrera; charlamos un rato y me despido con un sabor agridulce en la boca, porque a la larga se trata de otro intento fallido de reinvención, de rebusque y, a la vez, de precarización, sobre todo para el hermano venezolano. Esto sucedió al inicio de la cuarentena, durante una de mis primeras excursiones a la calle por provisiones, días después de experimentar esa “calma tensa” producida por las declaraciones de la alcaldesa Claudia López quien en su alocución del 21 de marzo anunciaba medidas como el no pago de servicios públicos desde el 20 de marzo hasta el 20 de abril e instaba a los ciudadanos a estar tranquilos; aunque algunas medidas fueron reversadas por decisión del subpresidente. Otras, más recientes, como el desalojo de ciudadanos durante la emergencia sanitaria, han sido mérito propio de la Alcaldía.

Semana tras semana nos vemos abocados a esta espiral vertiginosa que, en mi caso, me ha llevado inventar semanal, cuando no diariamente, diferentes estrategias para transitar este extraño camino, este túnel que se alarga y se alarga de una manera directa y perversamente proporcional al Túnel de la Línea. Confieso que estoy agotada de reinventarme y de escuchar la palabra reinvención. En las mañanas me cuesta reconocerme frente al espejo, me veo (metafóricamente) como El señor cara de papa: Un día con una oreja en la nariz, con un pie cerca del hombro, con la boca puesta en el orificio de un ojo, con la nariz puesta en la boca y así, el reflejo que me devuelve el espejo es raro y fragmentado, me da risa, risa nerviosa, risa con miedo en cada intento de agrupar un «Yo» que se encuentra desparramado, desperdigado en la experiencia de la cotidianidad.

Temprano en la mañana, me levanto a mi teletrabajo contable donde me convierto en las manos, los ojos y la boca de la secretaria de la empresa que vive en Soacha. Una parte del cerebro la pongo yo (lo cual puede no resultar una gran ventaja), entre la angustia de revisar los costos fijos, los egresos, las deudas del año pasado con la DIAN, los pagos pendientes a proveedores, nos tomamos un receso para hablar de cómo van las cosas en general. Me cuenta que la profesora de sociales le dejó a Sofía, su hija adolescente, un ramillete de actividades que no saben cómo resolver, me envía el archivo, se trata de un precioso archivo de Word con pequeñas imágenes pegadas de cerca de 9 páginas con sopas de letras, crucigramas y otras actividades que, a todas luces, se nota que la profesora escaneó de algún lugar y que pretende recibir resueltas en su correo. Adriana me dice con preocupación que no sabe qué hacer, porque no tienen impresora y que por el pico y cédula de Soacha no puede ir hasta Terreros para buscar una papelería abierta, y ese es solo un ejemplo entre miles de profesores y estudiantes tratando de cumplir con un sistema educativo malo (eso no es novedad) y que confunde lo virtual con lo digital; y eso que no estamos hablando de los casos extremos de los niños y adolescentes que no tienen computador, que viven en zonas aisladas y cuyos padres son analfabetas. Le digo a Adriana que este año deberían decretarlo como “El año en que no se estudió” y ya, que deberían dedicarse a explorar lo que más les gusta, o a explorar con “tranquilidad” otras formas de aprender; porque ese ejercicio educativo resulta en una sobrecarga de trabajo para todas las partes dejando de lado el aprendizaje.

Cambiamos de tema y volvemos al trabajo; llenar formatos para aplicar a subsidios varios y líneas de crédito que ofrece el gobierno a través de los bancos, tarea que resulta infructuosa, agotadora y, como siempre, fuente inagotable de rabia y pesadumbre. Y de los bancos… de los perversos bancos antes y después de la pandemia podría escribir un tratado completo, pero tengo que parar, justamente porque tengo que ir al banco, a Bancolombia, porque todo puede ser peor, ahora voy a los bancos abajo de la Boyacá para ir a pie. El día es soleado con pocas nubes y escasas posibilidades de lluvia; en el semáforo de la 53 con Boyacá me topo de frente con el depredador y no estoy hablando de alguno de los agentes del CAI que queda cerca de la Boyacá con 53 sino de El Depredador, el de la película, el que salía con Arnold Schwarzenegger, bueno no ese, sino este, y este me rompe el corazón; me quedo parada a unos pasos del semáforo viéndolo correr de un carro a otro entre cambio y cambio de semáforo con ese disfraz bien hecho, bien confeccionado capa sobre capa, un ensamblaje perfecto de piezas para construir al personaje pero, sobre todo, me fijo en lo pesado que es y en la tortura que debe suponer, portarlo a cielo abierto en este día soleado, pienso en la triste ironía de vestirse de depredador, siendo tan vulnerable, sabiendo que los depredadores son otros. Me acerco y le doy algo, ahora cuando voy para el mercado y paso cerca del semáforo, me fijo si está para colaborarle con algo, o si está por ahí Napoleón o el viejito jardinero que vaga por el barrio para entregarles algo de comer; pero me siento así como “colaborándoles con algo”, como “una hermanita de la caridad” y no puedo desprenderme de esa sensación, al igual que cuando colaboro con algunas iniciativas de conocidos y amigos (cuando se puede), porque siento que hago algo y no hago nada, en un país donde cada noticia es peor que la anterior, un país lleno de depredadores y sin una voluntad política de cambio; un país inscrito en una lógica perversa del cuidado, donde nos educaron en el cuidado del otro, pero si ese otro es mi pareja, sobre todo, si es mi familia, si es mi clan, si es mi grupo de amigos que tanto se parecen a mí.

El miércoles pasado al despertarme abrí los ojos y empecé a llorar, le escribí a mi hermano por WhatsApp: «No me quiero levantar, Vladimir. Todo me parece tan horrible» y como respuesta recibí su mejor esfuerzo de consuelo: «Eso no se preocupe, deje de pensar bobadas. Así es el mundo». Y eso quisiera a veces, dejar de pensar. Y lo he intentado: recaí y abracé la Zopiclona, solté la Zopiclona y abracé Netflix, solté por un tiempo Netflix y abracé Tinder, fracasé en Tinder y solté Tinder, abracé de nuevo Netflix y a unos pocos libros, abracé el ayuno intermitente, los alimentos no procesados y la dieta rica en aminoácidos para conjurar la depresión, solté la dieta rica en aminoácidos para agarrar a dos manos las botellas de vino del D1, solté la dieta libre de alimentos procesados para abrazar un tarro de arequipe de 500g, tan procesado que el fabricante debería sentir vergüenza de llamarlo arequipe, pero tan rico que mientras lo termino, me sobo la cabeza y me tranquilizo diciéndome a mí misma que se trata de una práctica alterna al budismo para dulcificar la existencia.

Otras prácticas para dulcificar la existencia hacen parte de mis días: hablar con mi sobrina -cuando es posible-, han sido escasos pero luminosos esos momentos y me ayudan a pensar que existe una posibilidad de futuro; los memes de amigos y conocidos en redes, aunque algunos lo consideren frívolo puedo decir que más de una vez me han arrancado una carcajada en medio de lágrimas; cocinar, porque esas dos horas de hacer el almuerzo se han convertido en ocasiones, en dos horas estresantes porque lo hago contra el tiempo y ahora para varias personas, pero también, y la mayoría de las veces, en dos horas para sacarle un poco gusto a la existencia. El arte me ha hablado a través de algunos escritos, imágenes y conversaciones de otros y con otros, pero los casos son contados; hay un maremágnum de oferta cultural que no tengo tiempo de procesar. Las grandes instituciones del arte no me han hablado, he tratado de seguirle el paso a algunas transmisiones y algunos debates pero no siempre se puede, o en ocasiones me topo con gente que conozco invocando la organización de la comunidad artística contra las nefastas políticas del Ministerio de Cultura, entre otros. Y, aunque coincido con sus argumentos, luego me acuerdo que los conozco en persona y que algunos de ellos al tener acceso a un mínimo de poder han actuado con otros artistas, montajistas y actores del arte como pequeños ministerios: corruptos, prepotentes e injustos. Y me siento cómplice con mi silencio y pienso que el sector de la cultura es un pequeño botón de cómo funcionan otros sectores del país.

Y pienso que todo debería arder.

Y mientras voy a La Estrada, a Las Ferias o al centro a recoger unos conectores en la novena con veintipico, me quedo mirando a las personas que trabajan en las litografías, vendiendo tinto en la esquina, descargando cajas de los camiones, despachando en Doña Pachita, donde los pasteles Gloria (porque ya están trabajando), transportando mercancía a las bodegas, veo carritos de mazamorra vendiendo mazamorra, veo pasar a los de las motos, veo gente jodida que no puede quedarse en casa, me veo saliendo casi toda la cuarentena a hacer vueltas de bancos, y aunque quiero creer que no es verdad, por un momento pienso que todo debería arder, todo, los bancos, todos los despachos y oficinas del gobierno, los ministerios, el Ministerio de Hacienda, el de Trabajo, el de Cultura, el de Defensa, el CAN, todo todo, los pasteles de Doña Pachita, mi empresa, las litografías de la Estrada, los supermercados, los CAI, los D1 con toda su cava, todo lo que conocemos debería arder, usted y yo deberíamos arder. Y en medio de la culpa y la exaltación que me produce este pensamiento en cuarentena, escribo mentalmente el final de este texto con la mirada fija en el fuego que acaba de encender el fogón, porque se me está haciendo tarde y ya tengo que montar el almuerzo otra vez.

María Natalia Leubro.